lunes, 23 de julio de 2012

V Capítulo de Caminos de sumisión


Los días pasaron haciéndose más largos y calurosos. El señor seguía con su particular juego de ajedrez con Alba; le dejaba tiempo para curiosear entre las cartas y advertía como su mirada se hacía, poco a poco, diferente.
Alba estaba caliente todo el día. En las cartas Clara no se corría y estaba como una perra en celo, que deseaba ser usada, que se moría de ganas de correrse y, al mismo tiempo, deseaba no hacerlo. Eso hizo que Alba desarrollase un extraño juego íntimo que nació de esa decisión que había tomado entre las sábanas de su cama. Era juego y a la vez era complicidad, una complicidad entre ella y una mujer que no conocía, entre su día a día y algo que había sucedido tiempo atrás.
Algunas veces Alba dejaba que ese juego la arrastrara más allá de los límites de su dormitorio y decidía no llevar bragas bajo el uniforme. Durante el día estaba tan absorta en sus tareas que se le olvidaba, pero siempre había un momento en que se acordaba de su desnudez, y entonces sentía cómo se mojaba su coño desnudo. Si eso sucedía en presencia del señor, no podía evitar preguntarse si él lo sabía, concretamente se preguntaba si él podía oler su sexo, y una parte de ella deseaba que, de repente y sin venir a cuento, él hiciera un gesto y la tomase, en cualquier parte de la casa, sin miramientos, que la hiciese suya, aunque esa expresión ya no significara lo mismo que antes de encontrar esas viejas cartas en el desván.
A principios de verano él le dijo que se ausentaría unos días y que si necesitaba algo podía llamarle por teléfono, pero que lo hiciera únicamente si era necesario.
Los días sin él en casa se le hicieron largos. Primero pensó que estaría bien poder descansar unos días, pero después echó en falta los pequeños e inocente rituales, el llevarle el café al porche al final de la tarde, el estar atenta a si necesitaba algo, e, incluso, el escuchar su voz.
Aprovechó su ausencia para leer las cartas en el salón, debajo de un árbol en el jardín, en la tumbona al lado de la piscina. Muchas veces se preparaba algo de beber y se acomodaba en cualquier parte de la casa para leer tranquila, pero al final siempre acababa en la habitación que más le recordaba al lugar que describían las cartas.
En las cartas Clara avanzaba en su sumisión, era usada para el placer de su Dueño y no se corría. Alba tampoco tenía placer. Jugaba a estar a punto de correrse y después cerraba los ojos, intentaba controlarse e imaginaba que él estaba a su lado, que la miraba y podía escuchar su respiración entrecortada.
Imaginó muchas cosas. Lo imaginó delante de ella, de pie, desnudo. Imaginó su boca acercándose a su polla, imaginó cómo crecía y se ponía dura dentro de su boca, imaginó cómo se la chupaba mientras él la movía lentamente y se follaba ese coño dotado de lengua. Y lo mejor, imaginó que él la acariciaba al mismo tiempo suavemente y le daba un azote de vez en cuando, con la fusta o con un gato, en su culo y su espalda, un azote que le decía que le pertenecía y que hacía que su coño se encharcase aún más.
Pero también imaginaba que la acariciaba con ternura y tiraba de ella, que la llevaba hasta la cama y la ataba después, boca arriba, y la mimaba y la acariciaba, hablándole suavemente al oído, haciendo que su cuerpo y su mente se abriesen aún más para él, y que después la follaba, muy, muy adentro.
Todas estas imágenes hacían que estuviese caliente todo el día. Iba siempre sin ropa interior y notaba el roce de la ropa en su piel. Algunas veces se ponía desnuda, de rodillas, sentada en los talones sobre la alfombra de la sala, con las manos en la espalda, como había leído tantas veces que se ponía Clara, y se quedaba así, sintiéndose un poco ridícula pero sintiéndose también muy excitada.
Imaginó que en vez de llamar a la puerta del señor para despertarlo, entraba en la habitación y lamía su cuerpo hasta que él se desperezaba y entonces él le ordenaba que chupase su polla hasta correrse dentro de su boca.
Y se imaginó, también, desnuda en el jardín, con un collar en su cuello unido por una correa a la mano de su Dueño, que había decidido llevarla de paseo. Hasta llegó a probarse alguno de los collares de los mastines, que eran su única compañía esos días y, aunque le quedaban grandes, le gustó verse así en el espejo.
Pensaba que estaba loca, que se estaba montando una película en la cabeza, que no era normal sentir esas cosas, que ella, precisamente ella, que nunca había aguantado que la mangoneasen, no podía anhelar de esa forma tan intensa ser un cuerpo entregado, un animal caliente y excitado, para ser usado como aquel hombre quisiera. Pero al final siempre podía más la excitación que la vergüenza, el deseo que el miedo, la alegría de vivir que pensar en esas cosas y en la humillación de imaginarse en esas situaciones.
Y sí, el mismo día que iba a llegar el señor probó por primera vez las pinzas de la ropa. Había leído como el señor jugaba a menudo con Clara y le pinzaba los pechos, los labios de su coño, su lengua, su clítoris. Y ella hizo lo mismo y sintió un profundo dolor al principio que se convirtió en excitación cuando notó como su coño se humedecía. “En qué me estoy convirtiendo”, pensó asombrada, pero fue un pensamiento fugaz y se dejó llevar por el placer de masturbarse mientras las pinzas apretaban sus pezones.
Al atardecer sintió como los mastines se desperezaban y comenzaban a gemir. Ellos escuchaban el motor del coche mucho antes de que hiciese todas las curvas que había antes de la casa. Ella abrió el portón al ver llegar el coche, y después de que este entrase volvió a cerrarlo.
Cuando se acercó al coche vio que el Señor no venía solo. Con él salió del coche una mujer de unos cuarenta años, pelirroja, vestida con un vestido corto, a medio muslo, que se abría por delante. Llevaba unas sandalias de tacón bajo que se unían con cintas a sus tobillos y a sus piernas.
—Buenas tardes, Alba, espero que no se haya aburrido mucho estos días.
—No, señor, tenía mucho que hacer en el jardín, así que he estado muy ocupada.
—Veo que se ha puesto morena, espero que haya aprovechado la piscina.
—Lo he hecho, señor, muchas gracias por ofrecérmela.
—Vaya, parece que de repente me he vuelto maleducado, esta es Rosa, una vieja amiga que pasará esta noche con nosotros.
Al escuchar ese nombre Alba se estremeció. Rosa. Tenía que ser la mujer pelirroja del relato con Clara. Las figuras de las cartas se hacían realidad.
—Buenas tardes, Señora, permita que la ayude con la maleta.
—No hace falta Alba, yo llevaré la maleta de Rosa, pero puedes ayudarla con el cello, ella no se separa de él ni un minuto pero seguro que agradecerá su ayuda.
Alba se acercó al coche para ayudar a Rosa. Cuando estaba cerca de ella, Rosa se aproximó mucho a su cuerpo. Las dos pudieron notar el calor de la otra.
—Veo que lo que me dijo es verdad,  y que eres una chica preciosa...
—Gracias, señora —Dijo Alba ruborizándose al pensar que él la consideraba guapa.
Ayudó a Rosa con el cello. Rosa parecía conocer perfectamente la casa.
—Lo dejaremos en la sala pequeña, esta noche daré un pequeño concierto privado después de cenar —dijo guiñándole el ojo de forma pícara.
Alba no supo qué pensar pero sonrió, aquella mujer derrochaba simpatía. De todas formas, mientras se retiraba para prepararles la cena fría que habían pedido, le dio muchas vueltas a lo que había querido decir con lo de un concierto privado y a lo que podría significar aquel guiño.
Sirvió la cena en el porche. El señor llegó primero, vestido con un traje de lino, sin corbata. Le sirvió una copa y él esperó hasta que llegó Rosa, vestida con un traje de noche negro con un gran escote en la espalda que llegaba casi hasta las nalgas y unos zapatos de tacón alto. Después de los postres Alba sirvió el café y preguntó si deseaban algo más.
—No, Alba, puede retirarse, ya ha trabajado suficiente por hoy.
Ella esperaba poder estar más tiempo cerca de ellos, estar cerca de aquellas historias que leía, poder vivir todo aquello que se había metido tan dentro de su cabeza. Se retiró a su cuarto y se sentó en el sofá que estaba delante de la televisión.
Era una habitación grande, casi un pequeño apartamento. En la entrada había una sala independiente con un sofá, una pequeña mesa y una televisión grande y plana. Separado por una pared de esa sala estaba el dormitorio con unas ventanas grandes al fondo que daban al jardín y una puerta a la derecha que daba a un cuarto de baño en el que había una bañera grande y redonda.
En la televisión echaban una vieja película en blanco y negro de los años cuarenta. En otro momento la habría mirado con atención pero esa noche lo que deseaba era ver qué sucedía en el piso de abajo.
Entonces escuchó como el sonido del cello rasgó el silencio de la noche y penetró, gimiendo y llorando, entre las piedras de los muros de la casa, hasta envolverla en aquella música que la atraía hacia la puerta.
Salió del cuarto, vestida apenas con una camiseta larga y unas bragas e intentó no hacer ruido al caminar por el pasillo. Abrió muy despacio la puerta de la habitación que estaba encima del salón. El suelo de esa zona era de tablones de madera que asentaban sobre las vigas de roble que aguantaban el techo de la sala. Era una sala que no se solía usar y que solo tenía una cama, una cómoda, un armario y un viejo mueble con una palangana y una jofaina.
Un día, al limpiar ese cuarto, se había dado cuenta de que había un par de puntos en los que los tablones no ajustaban perfectamente, y que desde allí se podía ver la mayor parte de la sala que estaba debajo.
El día que lo descubrió, el Señor leía un libro viejo y grande, con páginas de pergamino, sentado en el sillón delante de la chimenea y ella estuvo un rato intentando ver mejor ese libro. Al cabo de un rato vio como él lo guardaba en un viejo armario que debía tener más de doscientos años y que siempre estaba cerrado. Sólo él tenía la llave de aquel armario.
No encendió la luz de la habitación al entrar. En el suelo, en la esquina, se veía como subía la luz de la sala por una rendija. Ella gateó hacía esa pequeña mirilla, despacio, intentando repartir todo el peso de su cuerpo para no hacer crujir la madera.
El agujero estaba al final del cuarto, antes de una alfombra situada debajo de la ventana. Se colocó en esa alfombra, con el culo levantado y la cabeza bien pegada a la madera. Justo en ese momento paró la música y ella se quedó paralizada pensando que igual había hecho algún ruido. Su corazón  se aceleró más al ver la escena que tenía debajo. Podía ver los cuerpos en diagonal. El señor estaba sentado en el sillón, con un batín de seda abierto que dejaba ver su cuerpo desnudo, su polla dura y tensa que acariciaba lentamente mientras miraba a Rosa.
Ella estaba desnuda delante de él, sentada en una silla, con las piernas bien abiertas. Su mano derecha sostenía el cello, ligeramente apartado de su cuerpo, para que él pudiese verla a placer. Su mano izquierda estaba colocada con la palma hacia arriba encima de su muslo izquierdo. En sus pezones había dos joyas con una forma geométrica, pero no se podía ver si se aguantaban con unas pinzas o si los pezones estaban perforados como los lóbulos de una oreja.
Su pubis estaba completamente rasurado y se podía ver que entre ella y la silla había un vibrador grande y ancho que se clavaba hasta muy adentro de su coño.
Pudo ver como él hizo otro gesto y ella empezó a tocar de nuevo una música que penetraba en las paredes y hacía vibrar los tablones sobre los que reposaba su cara. Alba metió su mano dentro de las bragas y se empezó a tocar, mientras veía los movimientos del brazo de Rosa y observaba como el señor se masturbaba y sonreía mientras miraba a la joven o cerraba los ojos y escuchaba la música.
Más adelante descubriría que se trataba de la suite número dos para cello de Johann Sebastian Bach. En aquel momento para ella era sólo una música que se confundía con el placer y la excitación que sentía mientras sus dedos jugaban con su clítoris o penetraban su coño al ritmo contagiante de la música que daba vueltas dentro de la sala.
Cuando sonaron los últimos compases Alba tuvo que hacer un esfuerzo para no gemir y descubrir su posición. Estaba a punto de estallar e intentaba controlar su respiración mientras notaba el sudor que resbalaba por su piel.
Él se levantó del sillón, su batín abierto dejaba ver su polla enhiesta y brillante. Se acercó a Rosa y acarició su rostro con la punta de los dedos. Cuando estuvieron cerca de su boca ella los lamió y los besó, mostrándole el respeto y el deseo que sentía en esos momentos.
Él retiró el cello, lo dejó en un soporte a su lado e hizo que ella se incorporase y gimiese al notar como ese vibrador parecía negarse a salir de ese coño encharcado que llenaba completamente.
Él hizo que ella se pusiese de rodillas delante de la silla, dándole la espalda, y acarició su nuca mientras la empujaba hacia delante
—Lame y chupa la polla de la silla, Rosa, y déjala bien limpia.
Ella empezó a lamer y a chupar mientras él, de rodillas detrás de ella, la agarró por las caderas, la penetró de golpe y comenzó a follarla con fuerza.
Fue entonces cuando Alba pudo ver el final de la espalda de Rosa. Al principio de la nalga derecha, por la tarde oculta por el vestido, había una marca en forma de letra de algún alfabeto para ella desconocido. Rosa no hablaba, lamía y chupaba y respiraba profundamente, mientras sentía aquella polla que quemaba en su coño. Alba se masturbaba lentamente e intentaba aguantar y no correrse. De hecho, tuvo que parar y disfrutar apenas de mirar, de notar su coño hinchado y abierto y de imaginar que era a ella a la que follaba el señor. En ese momento levantó aún más el culo en pompa, como si él estuviese detrás y pudiese ver cómo se lo ofrecía.
Él se corrió dentro de Rosa y se quedó un buen rato con la polla dentro de aquel coño palpitante. Después le dio la vuelta y la besó. Se incorporó entonces y tiró de ella para que hiciera lo mismo, pero ella se abalanzó sobre su polla y empezó a lamerla y a limpiarla con devoción. Él sonrió por el detalle espontáneo de Rosa y la dejó hacer, mientras él acariciaba los rojos rizos de su pelo.
La mirada del señor estaba perdida en el fondo de la sala. Por un momento Alba pensó que la había visto. Nunca llegaría a saber si él sabía que ella estaba en la sala de arriba, y en ese momento tampoco le dio mucho tiempo a pensarlo porque al instante él levanto del suelo a Rosa, le acarició las nalgas y le dijo que era hora de usarla en la cama.
Alba se apresuró a salir de la habitación y a llegar a su cuarto. La habitación de él estaba en el otro extremo del pasillo, pero tenía miedo de que pudiese descubrirla al subir la escalera.
Ya en su cuarto, Alba intentó asimilar lo que había visto. Entonces empezó a oír gemidos y azotes amortiguados por el espesor de las paredes, y se volvió a masturbar con desesperación mientras deseaba ser ella la follada, y sin poder evitarlo, se corrió de una forma inesperada, larga y salvaje, que la dejó desmadejada en la cama.

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