sábado, 5 de mayo de 2012

III capítulo del Libro Caminos de Sumisión


Alba llegó al final de la mañana, entró por la puerta de atrás, dejó las bolsas con la compra en la cocina y puso las cartas sobre una bandeja. No pudo evitar examinar los sobres y buscar en ellos aquella letra de mujer. Después fue al piso de arriba a ponerse su uniforme e inmediatamente bajó a buscar la bandeja y llevársela al señor.
Él estaba pensativo y miraba el fuego mientras acariciaba una bola de madera de olivo, pulida y brillante por el pasar de los dedos y de los años.
—Disculpe, señor, tiene aquí la correspondencia.
—Gracias Alba, puede dejarla en la mesita, la miraré después de comer.
—La comida estará dentro de media hora ¿Quiere que la sirva aquí o prefiere comer en la sala pequeña?
—Sírvala en la sala pequeña,  allí hay más luz y me apetece ver el jardín.
—De acuerdo, señor, abriré entonces las cortinas.
—Ah, Alba —dijo el señor mientras ella se dirigía a la puerta, —después de recoger la mesa puede tomarse la tarde libre. Estaré ocupado en el taller y no necesitaré nada.
—Se lo agradezco, señor, es muy amable.
Mientras preparaba la comida, Alba pensaba en las cartas. El señor estaría toda la tarde en un pequeño edificio situado junto a la casa, una antigua cuadra que él había reconvertido en una pequeña carpintería donde tallaba madera y restauraba viejos muebles. Ese pensamiento le hizo recordar sus manos, firmes y duras, mientras manejaba las gubias y los formones, y tallaba y hacía formas sobre la madera y, fugazmente, imaginó como sería sentir esas manos sobre su cuerpo. Sacudió entonces levemente la cabeza y dijo para sí misma en voz baja:
—No seas idiota, Alba, no seas idiota.
Media hora más tarde ella preparaba la mesa. Él llegó cuando ya estaba casi todo puesto y le dijo:
—Yo abriré el vino, debe estar hambrienta. Vaya a comer y ya recogerá la mesa más tarde.
— ¿No va a desear tomar café?
—Hoy no, Alba, esté tranquila, haga lo que más le apetezca y disfrute de la tarde.
Mientras se marchaba a comer iba dando vueltas a aquella última frase y a la expresión de su cara. ¿Había visto una sonrisa extraña en su boca? ¿Sabría algo de las cartas? No, era imposible. Te estas volviendo paranoica Alba, pensó, tranquila, tú disfruta de la tarde. Y al decir estas últimas palabras sonrió y volvió a pensar en las cartas.
Después de comer fue a recoger la mesa y poner los platos en el lavavajillas. Él ya había salido y desde la ventana se veía la puerta entreabierta de la carpintería, donde estaría toda la tarde. Entonces subió las escaleras con pasos cortos y rápidos, como con miedo de que él la escuchase desde la carpintería, un miedo irracional porque, por supuesto, sabía perfectamente que eso no era posible.
Se acomodó en el suelo, cerca de la pequeña ventana que daba al patio, desde donde podría escuchar en cualquier momento el ruido de la vieja cerradura de la carpintería, y, allí recostada, comenzó a leer la primera carta que vio. La misma que el día anterior había traído tantos recuerdos al señor.
Las letras eran apresuradas y nerviosas, como si aquella mujer aún estuviese temblando, como si aún estuviese sintiendo todo lo que describía y le contaba, como si fuese un diario, a su Señor.
Tiemblo, siento mi cuerpo tan intensamente que apenas puedo pensar en nada que no sean esas sensaciones inmediatas... pero intento ordenar mis ideas, rehacer la secuencia de azotes y caricias en silencio mientras noto como él se mueve por la habitación. Todo ha empezado hace un rato, cuando me ha atado del techo y me ha enseñado un precioso corsé negro que me ha puesto, apretando bien las cintas que lo ataban a mi espalda. El corsé dejaba mis pechos al descubierto, irguiéndolos, y cubría todo mi vientre por la parte delantera, por detrás llegaba hasta la cintura, dejando mis riñones y mis nalgas al descubierto. No me ha dejado verme en el espejo de cuerpo entero que hay delante de mí. Me ha vendado los ojos con un pañuelo de seda negro, así que he tenido que imaginarme a mí misma vestida así para mi Señor con mis manos atadas por las muñequeras que cuelgan de las vigas del techo.
Enseguida ha empezado a azotarme con una pala. Yo me concentraba en esa imagen mental, pensaba en mí, vestida y abierta para mi Señor, en mi culo enrojeciendo bajo esa pala, en sus manos que acariciaban y retorcían mis pezones... deseaba verme desde fuera, verme con sus ojos, sentir lo que sentía usted, mi Señor, al ver a su perrita ofrecida.
He notado como se abrían las cintas del corsé, lo he sentido caer al suelo, deslizándose por mis muslos. Por un momento he pensado que me desataría, pero enseguida he sentido sus manos por todo mi cuerpo, sus manos llenas de aceite, que acariciaban, exploraban, presionaban. He sentido crecer aún más mi excitación, notaba como todo mi cuerpo se abría para él, como mis sentidos se concentraban en cada pequeña sensación, como mi sexo se abría y se empapaba por y para mi Dueño. Me notaba temblar y sentía mis pezones duros y erguidos, mientras esperaba, anticipándome a lo que vendría después, aun sin saber qué sería ni cuánto duraría, y me humillaba al pedirle, una y otra vez, que me usase y me follase.
Su voz, que penetraba mi cabeza y follaba mi mente y mi sexo, dejando claro quien manda. Mi voz que le ofrecía mi entrega, ronca, casi sin poder hablar en medio de los jadeos, y le decía que era su puta.
Me ordenó que levantara el culo para él y en lugar de una caricia o de un azote en mis nalgas he sentido como unas pinzas aprisionaban mis pezones. Dolor, esas pinzas asesinas que odio y deseo. Placer, mi coño que chorrea sobre un plato. Vergüenza, dolor, por Dios, que tire de esas pinzas…
Y enseguida, los azotes de sus manos en mi culo, en mis nalgas, luego la fusta, la pala otra vez. No he podido reprimir un gemido. Ha puesto la fusta en mi boca, no sé si para callarme o porque le complacía verme así, mientras sostenía con cuidado en la boca esa fusta con la que después quizá decida castigarme, o si simplemente quería poner en mi mente esa idea... Sus manos, otra vez, jugando con mi clítoris, con mi sexo, con mi culo, acariciando, comprobando su humedad, haciendo que sintiera que le pertenecen, que toda yo soy suya.
Una breve pausa, siento como se aleja de mí, me siento observada, temblorosa aún. Sus manos ya no me tocan, pero perdura la caricia de su mente, la de sus ojos. En ese momento soy espera y temblor, soy suya.
Quita las pinzas de mis pezones, siento como la sangre vuelve a ellos, ahogo un gemido, y otro, cuando noto como las pinzas con pesos tiran de los labios de mi sexo. Siento la caricia suave del gato de nueve colas y sé que aún no ha acabado todo, que va a exigirme más, y me siento feliz y temerosa... feliz de poder darle aún más, temerosa de fallarle, de no estar a la altura de lo que espera de mí. Deseo más que nunca que me sienta suya, que sienta mi entrega profundamente, tal y como yo la siento.
Los azotes y las caricias se suceden, de vez en cuando me susurra al oído, me tranquiliza, pero mi mente está sumida en un torbellino de sensaciones, mientras mi cuerpo se ofrece a sus manos, a sus ojos, a su mente... Me pide la fusta que tengo en la boca y en su lugar pone el gato, pero yo sigo en medio de ese torbellino. Cada caricia y cada azote son un recordatorio de lo único que de verdad importa, de mi entrega, de mi voluntad de pertenecerle. La fusta en mi coño mojado, mi Señor me exige, me tensa, hace que esté apunto de correrme. Quita los pesos de mi sexo, lo azota suavemente, lo acaricia con la fusta, libera mi boca del gato y me acaricia una vez más. Y yo tiemblo y siento, y me siento temblar.
Otra pausa, me siento observada una vez más. Se acerca a mí y me besa. Siento deseos de ofrecerme una vez más. Me doy cuenta de que estoy llorando cuando noto como bebe mis lágrimas mientras me besa. Siento como toda la ternura y el amor por mi Señor explotan dentro de mí con ese gesto y deseo los azotes del gato convertidos en las más dulces caricias. Temo y deseo que siga.
Siento cómo me mira antes de soltarme, sus manos me sostienen y me ayudan a no caer mientras me coloca a su lado en el suelo, a cuatro patas. Me pone la correa y el collar. Los azotes de un gato caen sobre mi clítoris y cada azote viaja por mi cuerpo convulsionado hasta mi mente. Mis nalgas se ofrecen a los azotes y a esas manos que deseo. Nuevamente su voz “Eres mía, y tu Dueño va a follarte para su placer”, su  polla se clava dentro de mí, y me muestra lo abierta y mojada que estoy. Me hace sentirme como su perra, su zorra. Sus palabras nuevamente, me recuerdan que no voy a correrme, que me quiere así. Mi voz ahora le suplica que me deje tocarme para él, ofrecerle mi tortura, mi entrega, y le dice que mi placer es suyo.
Otra vez su voz que exige “Tu Amo va a correrse y quiere que estalles para él. Estalla." Siento como mi mente y mi cuerpo se toman de la mano para obedecerle y me fundo con él en un orgasmo intenso y muy dulce, mientras veo en mi mente su cara, esa cara que he visto tantas veces cuando se corre. Después sus manos tiran de la correa y me llevan a la cama. Noto como se recuesta a mi lado y busco su polla, la lamo lentamente, la limpio y pienso que si mis ojos no estuvieran vendados en ese momento mi Señor podría ver una mirada de adoración en ellos...
La mano de Alba no podía evitar rozar su coño por encima del vestido, sus pechos. Estaba caliente, tanto que no recordaba cuándo había estado tan mojada o si alguna vez había sentido algo así. No lo comprendía, pero tampoco le importaba.
Necesitaba tocarse. Se masturbó con los ojos cerrados, imaginaba que aquella mujer era ella, y mientras lo hacía notaba como sus dedos se deslizaban en su interior, y sentía los latidos de su clítoris, después los espasmos de su vientre y un orgasmo largo y húmedo, inacabable, que la dejó postrada, acurrucada en una esquina y jadeando.
Desde la carpintería, el Señor podía ver en el cristal de la ventana del desván el reflejo del cuerpo de Alba recostado junto a los cristales.
Sonrió mientras acariciaba la tabla de madera de castaño con una gubia y recordó la primera vez que vio a Alba, recién llegada de la ciudad, tímida y nerviosa; una mujer en la treintena, morena, con algún que otro kilo de más bien repartido por todo su cuerpo.
En aquel momento no lo pensó, pero ahora sí que pensaba que era un cuerpo muy azotable. La situación le divertía y le excitaba, pero no quería dar ningún paso en falso, cada cosa a su tiempo.
Alba había iniciado un sendero y los primeros pasos tenía que darlos sola. Llegaría el tiempo en que necesitaría ser guiada, y entonces él estaría allí para educarla. Como a Clara, como la primera vez que ella llegó hasta él, ofrecida y entregada.

No hay comentarios:

Publicar un comentario