Los días pasaron haciéndose más
largos y calurosos. El señor seguía con su particular juego de ajedrez con
Alba; le dejaba tiempo para curiosear entre las cartas y advertía como su
mirada se hacía, poco a poco, diferente.
Alba
estaba caliente todo el día. En las cartas Clara no se corría y estaba como una
perra en celo, que deseaba ser usada, que se moría de ganas de correrse y, al
mismo tiempo, deseaba no hacerlo. Eso hizo que Alba desarrollase un extraño
juego íntimo que nació de esa decisión que había tomado entre las sábanas de su
cama. Era juego y a la vez era complicidad, una complicidad entre ella y una
mujer que no conocía, entre su día a día y algo que había sucedido tiempo
atrás.
Algunas
veces Alba dejaba que ese juego la arrastrara más allá de los límites de su
dormitorio y decidía no llevar bragas bajo el uniforme. Durante el día estaba
tan absorta en sus tareas que se le olvidaba, pero siempre había un momento en
que se acordaba de su desnudez, y entonces sentía cómo se mojaba su coño
desnudo. Si eso sucedía en presencia del señor, no podía evitar preguntarse si
él lo sabía, concretamente se preguntaba si él podía oler su sexo, y una parte
de ella deseaba que, de repente y sin venir a cuento, él hiciera un gesto y la
tomase, en cualquier parte de la casa, sin miramientos, que la hiciese suya, aunque
esa expresión ya no significara lo mismo que antes de encontrar esas viejas
cartas en el desván.
A
principios de verano él le dijo que se ausentaría unos días y que si necesitaba
algo podía llamarle por teléfono, pero que lo hiciera únicamente si era
necesario.
Los
días sin él en casa se le hicieron largos. Primero pensó que estaría bien poder
descansar unos días, pero después echó en falta los pequeños e inocente
rituales, el llevarle el café al porche al final de la tarde, el estar atenta a
si necesitaba algo, e, incluso, el escuchar su voz.
Aprovechó
su ausencia para leer las cartas en el salón, debajo de un árbol en el jardín,
en la tumbona al lado de la piscina. Muchas veces se preparaba algo de beber y
se acomodaba en cualquier parte de la casa para leer tranquila, pero al final
siempre acababa en la habitación que más le recordaba al lugar que describían
las cartas.
En las
cartas Clara avanzaba en su sumisión, era usada para el placer de su Dueño y no
se corría. Alba tampoco tenía placer. Jugaba a estar a punto de correrse y
después cerraba los ojos, intentaba controlarse e imaginaba que él estaba a su
lado, que la miraba y podía escuchar su respiración entrecortada.
Imaginó
muchas cosas. Lo imaginó delante de ella, de pie, desnudo. Imaginó su boca
acercándose a su polla, imaginó cómo crecía y se ponía dura dentro de su boca,
imaginó cómo se la chupaba mientras él la movía lentamente y se follaba ese
coño dotado de lengua. Y lo mejor, imaginó que él la acariciaba al mismo tiempo
suavemente y le daba un azote de vez en cuando, con la fusta o con un gato, en
su culo y su espalda, un azote que le decía que le pertenecía y que hacía que
su coño se encharcase aún más.
Pero
también imaginaba que la acariciaba con ternura y tiraba de ella, que la
llevaba hasta la cama y la ataba después, boca arriba, y la mimaba y la
acariciaba, hablándole suavemente al oído, haciendo que su cuerpo y su mente se
abriesen aún más para él, y que después la follaba, muy, muy adentro.
Todas
estas imágenes hacían que estuviese caliente todo el día. Iba siempre sin ropa
interior y notaba el roce de la ropa en su piel. Algunas veces se ponía desnuda,
de rodillas, sentada en los talones sobre la alfombra de la sala, con las manos
en la espalda, como había leído tantas veces que se ponía Clara, y se quedaba
así, sintiéndose un poco ridícula pero sintiéndose también muy excitada.
Imaginó
que en vez de llamar a la puerta del señor para despertarlo, entraba en la
habitación y lamía su cuerpo hasta que él se desperezaba y entonces él le ordenaba
que chupase su polla hasta correrse dentro de su boca.
Y se
imaginó, también, desnuda en el jardín, con un collar en su cuello unido por
una correa a la mano de su Dueño, que había decidido llevarla de paseo. Hasta
llegó a probarse alguno de los collares de los mastines, que eran su única
compañía esos días y, aunque le quedaban grandes, le gustó verse así en el espejo.
Pensaba
que estaba loca, que se estaba montando una película en la cabeza, que no era
normal sentir esas cosas, que ella, precisamente ella, que nunca había aguantado
que la mangoneasen, no podía anhelar de esa forma tan intensa ser un cuerpo
entregado, un animal caliente y excitado, para ser usado como aquel hombre
quisiera. Pero al final siempre podía más la excitación que la vergüenza, el
deseo que el miedo, la alegría de vivir que pensar en esas cosas y en la
humillación de imaginarse en esas situaciones.
Y sí,
el mismo día que iba a llegar el señor probó por primera vez las pinzas de la
ropa. Había leído como el señor jugaba a menudo con Clara y le pinzaba los
pechos, los labios de su coño, su lengua, su clítoris. Y ella hizo lo mismo y
sintió un profundo dolor al principio que se convirtió en excitación cuando
notó como su coño se humedecía. “En qué me estoy convirtiendo”, pensó
asombrada, pero fue un pensamiento fugaz y se dejó llevar por el placer de
masturbarse mientras las pinzas apretaban sus pezones.
Al
atardecer sintió como los mastines se desperezaban y comenzaban a gemir. Ellos
escuchaban el motor del coche mucho antes de que hiciese todas las curvas que
había antes de la casa. Ella abrió el portón al ver llegar el coche, y después
de que este entrase volvió a cerrarlo.
Cuando
se acercó al coche vio que el Señor no venía solo. Con él salió del coche una
mujer de unos cuarenta años, pelirroja, vestida con un vestido corto, a medio
muslo, que se abría por delante. Llevaba unas sandalias de tacón bajo que se
unían con cintas a sus tobillos y a sus piernas.
—Buenas
tardes, Alba, espero que no se haya aburrido mucho estos días.
—No,
señor, tenía mucho que hacer en el jardín, así que he estado muy ocupada.
—Veo
que se ha puesto morena, espero que haya aprovechado la piscina.
—Lo he
hecho, señor, muchas gracias por ofrecérmela.
—Vaya,
parece que de repente me he vuelto maleducado, esta es Rosa, una vieja amiga
que pasará esta noche con nosotros.
Al
escuchar ese nombre Alba se estremeció. Rosa. Tenía que ser la mujer pelirroja
del relato con Clara. Las figuras de las cartas se hacían realidad.
—Buenas
tardes, Señora, permita que la ayude con la maleta.
—No
hace falta Alba, yo llevaré la maleta de Rosa, pero puedes ayudarla con el
cello, ella no se separa de él ni un minuto pero seguro que agradecerá su
ayuda.
Alba se
acercó al coche para ayudar a Rosa. Cuando estaba cerca de ella, Rosa se
aproximó mucho a su cuerpo. Las dos pudieron notar el calor de la otra.
—Veo
que lo que me dijo es verdad, y que eres
una chica preciosa...
—Gracias,
señora —Dijo Alba ruborizándose al pensar que él la consideraba guapa.
Ayudó a
Rosa con el cello. Rosa parecía conocer perfectamente la casa.
—Lo
dejaremos en la sala pequeña, esta noche daré un pequeño concierto privado
después de cenar —dijo guiñándole el ojo de forma pícara.
Alba no
supo qué pensar pero sonrió, aquella mujer derrochaba simpatía. De todas
formas, mientras se retiraba para prepararles la cena fría que habían pedido,
le dio muchas vueltas a lo que había querido decir con lo de un concierto
privado y a lo que podría significar aquel guiño.
Sirvió
la cena en el porche. El señor llegó primero, vestido con un traje de lino, sin
corbata. Le sirvió una copa y él esperó hasta que llegó Rosa, vestida con un
traje de noche negro con un gran escote en la espalda que llegaba casi hasta
las nalgas y unos zapatos de tacón alto. Después de los postres Alba sirvió el
café y preguntó si deseaban algo más.
—No,
Alba, puede retirarse, ya ha trabajado suficiente por hoy.
Ella
esperaba poder estar más tiempo cerca de ellos, estar cerca de aquellas
historias que leía, poder vivir todo aquello que se había metido tan dentro de
su cabeza. Se retiró a su cuarto y se sentó en el sofá que estaba delante de la
televisión.
Era una
habitación grande, casi un pequeño apartamento. En la entrada había una sala
independiente con un sofá, una pequeña mesa y una televisión grande y plana.
Separado por una pared de esa sala estaba el dormitorio con unas ventanas
grandes al fondo que daban al jardín y una puerta a la derecha que daba a un
cuarto de baño en el que había una bañera grande y redonda.
En la
televisión echaban una vieja película en blanco y negro de los años cuarenta.
En otro momento la habría mirado con atención pero esa noche lo que deseaba era
ver qué sucedía en el piso de abajo.
Entonces
escuchó como el sonido del cello rasgó el silencio de la noche y penetró,
gimiendo y llorando, entre las piedras de los muros de la casa, hasta
envolverla en aquella música que la atraía hacia la puerta.
Salió
del cuarto, vestida apenas con una camiseta larga y unas bragas e intentó no
hacer ruido al caminar por el pasillo. Abrió muy despacio la puerta de la habitación
que estaba encima del salón. El suelo de esa zona era de tablones de madera que
asentaban sobre las vigas de roble que aguantaban el techo de la sala. Era una
sala que no se solía usar y que solo tenía una cama, una cómoda, un armario y
un viejo mueble con una palangana y una jofaina.
Un día,
al limpiar ese cuarto, se había dado cuenta de que había un par de puntos en
los que los tablones no ajustaban perfectamente, y que desde allí se podía ver
la mayor parte de la sala que estaba debajo.
El día
que lo descubrió, el Señor leía un libro viejo y grande, con páginas de
pergamino, sentado en el sillón delante de la chimenea y ella estuvo un rato
intentando ver mejor ese libro. Al cabo de un rato vio como él lo guardaba en
un viejo armario que debía tener más de doscientos años y que siempre estaba
cerrado. Sólo él tenía la llave de aquel armario.
No
encendió la luz de la habitación al entrar. En el suelo, en la esquina, se veía
como subía la luz de la sala por una rendija. Ella gateó hacía esa pequeña
mirilla, despacio, intentando repartir todo el peso de su cuerpo para no hacer
crujir la madera.
El
agujero estaba al final del cuarto, antes de una alfombra situada debajo de la
ventana. Se colocó en esa alfombra, con el culo levantado y la cabeza bien
pegada a la madera. Justo en ese momento paró la música y ella se quedó
paralizada pensando que igual había hecho algún ruido. Su corazón se aceleró más al ver la escena que tenía
debajo. Podía ver los cuerpos en diagonal. El señor estaba sentado en el
sillón, con un batín de seda abierto que dejaba ver su cuerpo desnudo, su polla
dura y tensa que acariciaba lentamente mientras miraba a Rosa.
Ella
estaba desnuda delante de él, sentada en una silla, con las piernas bien
abiertas. Su mano derecha sostenía el cello, ligeramente apartado de su cuerpo,
para que él pudiese verla a placer. Su mano izquierda estaba colocada con la
palma hacia arriba encima de su muslo izquierdo. En sus pezones había dos joyas
con una forma geométrica, pero no se podía ver si se aguantaban con unas pinzas
o si los pezones estaban perforados como los lóbulos de una oreja.
Su
pubis estaba completamente rasurado y se podía ver que entre ella y la silla
había un vibrador grande y ancho que se clavaba hasta muy adentro de su coño.
Pudo
ver como él hizo otro gesto y ella empezó a tocar de nuevo una música que
penetraba en las paredes y hacía vibrar los tablones sobre los que reposaba su
cara. Alba metió su mano dentro de las bragas y se empezó a tocar, mientras
veía los movimientos del brazo de Rosa y observaba como el señor se masturbaba
y sonreía mientras miraba a la joven o cerraba los ojos y escuchaba la música.
Más
adelante descubriría que se trataba de la suite número dos para cello de Johann
Sebastian Bach. En aquel momento para ella era sólo una música que se confundía
con el placer y la excitación que sentía mientras sus dedos jugaban con su
clítoris o penetraban su coño al ritmo contagiante de la música que daba
vueltas dentro de la sala.
Cuando
sonaron los últimos compases Alba tuvo que hacer un esfuerzo para no gemir y
descubrir su posición. Estaba a punto de estallar e intentaba controlar su
respiración mientras notaba el sudor que resbalaba por su piel.
Él se
levantó del sillón, su batín abierto dejaba ver su polla enhiesta y brillante.
Se acercó a Rosa y acarició su rostro con la punta de los dedos. Cuando
estuvieron cerca de su boca ella los lamió y los besó, mostrándole el respeto y
el deseo que sentía en esos momentos.
Él
retiró el cello, lo dejó en un soporte a su lado e hizo que ella se incorporase
y gimiese al notar como ese vibrador parecía negarse a salir de ese coño
encharcado que llenaba completamente.
Él hizo
que ella se pusiese de rodillas delante de la silla, dándole la espalda, y
acarició su nuca mientras la empujaba hacia delante
—Lame y
chupa la polla de la silla, Rosa, y déjala bien limpia.
Ella
empezó a lamer y a chupar mientras él, de rodillas detrás de ella, la agarró
por las caderas, la penetró de golpe y comenzó a follarla con fuerza.
Fue
entonces cuando Alba pudo ver el final de la espalda de Rosa. Al principio de
la nalga derecha, por la tarde oculta por el vestido, había una marca en forma
de letra de algún alfabeto para ella desconocido. Rosa no hablaba, lamía y
chupaba y respiraba profundamente, mientras sentía aquella polla que quemaba en
su coño. Alba se masturbaba lentamente e intentaba aguantar y no correrse. De
hecho, tuvo que parar y disfrutar apenas de mirar, de notar su coño hinchado y
abierto y de imaginar que era a ella a la que follaba el señor. En ese momento
levantó aún más el culo en pompa, como si él estuviese detrás y pudiese ver
cómo se lo ofrecía.
Él se
corrió dentro de Rosa y se quedó un buen rato con la polla dentro de aquel coño
palpitante. Después le dio la vuelta y la besó. Se incorporó entonces y tiró de
ella para que hiciera lo mismo, pero ella se abalanzó sobre su polla y empezó a
lamerla y a limpiarla con devoción. Él sonrió por el detalle espontáneo de Rosa
y la dejó hacer, mientras él acariciaba los rojos rizos de su pelo.
La
mirada del señor estaba perdida en el fondo de la sala. Por un momento Alba
pensó que la había visto. Nunca llegaría a saber si él sabía que ella estaba en
la sala de arriba, y en ese momento tampoco le dio mucho tiempo a pensarlo
porque al instante él levanto del suelo a Rosa, le acarició las nalgas y le
dijo que era hora de usarla en la cama.
Alba se
apresuró a salir de la habitación y a llegar a su cuarto. La habitación de él
estaba en el otro extremo del pasillo, pero tenía miedo de que pudiese
descubrirla al subir la escalera.
Ya en
su cuarto, Alba intentó asimilar lo que había visto. Entonces empezó a oír
gemidos y azotes amortiguados por el espesor de las paredes, y se volvió a masturbar
con desesperación mientras deseaba ser ella la follada, y sin poder evitarlo,
se corrió de una forma inesperada, larga y salvaje, que la dejó desmadejada en
la cama.
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