Al día siguiente Alba se despertó temprano, excitada, como
si aquel orgasmo no hubiese sido suficiente para saciar todos aquellos orgasmos
anteriormente contenidos. Remoloneó un rato en la cama y después se levantó
para preparar el desayuno.
El señor le había dicho que no los molestase hasta las diez
y que entonces sirviera el desayuno en el jardín. No hizo falta avisarlos, los
dos bajaron puntuales. Él con pantalón y camisa, ella con un vestido por encima
de la rodilla. Estuvieron un rato hablando mientras desayunaban en el jardín. Después
dieron un paseo entre los rosales, mientras Alba recogía la mesa.
A las doce Alba fue a buscar las maletas. El señor estaba
en el porche, hablaba con Rosa y le susurraba algo al oído. Ella tenía las manos
en la espalda, no de forma muy acentuada, y sus labios estaban húmedos, sin
poder evitar mordisquear el labio inferior a cada momento.
Él tomó el cello y lo llevó hasta el coche. Ella mientras
tanto se acercó a Alba para despedirse, dándole dos besos muy, muy cerca de los
labios y casi inmediatamente le susurró al oído.
—Ha sido un placer, Alba. Espero que tengamos oportunidad
de conocernos mejor en otro momento y que puedas escuchar mi música, como ayer,
pero delante de mí... Será nuestro pequeño secreto...
Después de decirlo la miró brevemente, le hizo un guiño
pícaro y le sonrió.
—Tienes aquí mi tarjeta, si alguna vez vas por mi ciudad
estaré encantada de enseñarte, cosas…
Alba se quedó parada, sin saber qué decir e intentó
asimilar las palabras de Rosa. De inmediato se dio cuenta de que sonreía, esa
mujer tenía la virtud de hacerla sonreír.
—Gracias, señora, es muy amable conmigo.
El coche partió en dirección al aeropuerto y ella se
quedó sola en casa. En cierto modo tenía tanta vergüenza y miedo por que la
hubiese descubierto, como una sensación de libertad al saber que alguien más sabía
lo que sentía. Por un lado le aterraba que ella se lo contase a él, por otro se
moría de ganas de que él conociera todos sus deseos. Sin darse cuenta se había
enamorado de aquel hombre que no parecía hacerle mucho caso y también de su mundo,
ese mundo de dominación y de sumisión, que había penetrado tan dentro de su
mente. Entonces sintió la necesidad de saber más de Rosa, miró la tarjeta, se
sorprendió al ver que vivía en la misma ciudad en la que ella había crecido, y
reconoció la letra. Era la misma letra de la carta de la llegada de Clara y
también de una de las cartas que aun no había leído.
Subió rápidamente al desván, no podía esperar a que él
volviese del aeropuerto, buscó apresuradamente esa carta y comenzó a leer.
Quince minutos. La voz sonó
en la puerta entreabierta. La cara de la chica la miró fugazmente, sentada ante
el espejo, con los ojos cerrados y una melancólica sonrisa, mientras acariciaba
melosa su cello. Quince minutos. Cuántas veces escuché esas palabras en teatros
de todo el mundo, cuántas veces sentí en mi vientre los nervios antes de salir
y enfrentarme a miles de ojos curiosos y anhelantes. Y sin embargo este día no
era como otros. Largos años rechacé volver a tocar en esta ciudad, largos años
huyendo de ella. Mi mente no está en el camerino. Mis pensamientos están muy
lejos. Mis ojos entonces también estaban cerrados…
Yo tenía los ojos vendados y el cuerpo
desnudo, estaba sentada en un pequeño taburete, entre mis piernas expuestas y
abiertas, el cello, como un sonoro amante, unas pinzas lacerantes en los pezones,
y gemidos de placer que salían de la madera y de las cuerdas. Él siempre
sentado en el sofá, mirando, escuchando, disfrutando de verme, mientras bebía
una copa de vino.
—Haz gemir al cello, dale vida, que su sonido
sea lamento, placer, excitación, que su canto limpie el aire de esta sala.
Sonrió al recordar como se había sentido al
día siguiente, los pezones doloridos, el cuerpo excitado, las nalgas aún
resentidas, la manera en que tocó su viejo y querido cello en la clase de
música, sacándole por vez primera sonidos que de él nunca habían salido. Sí,
recordaba la cara de sorpresa del viejo profesor, la admiración, la fuerza que
nacía de su interior.
Dolía, dolía recordar todo esto, tan lejano
y tan cercano.
Cinco minutos. La voz viva y joven me hizo
entreabrir los ojos y mirar el cello. Hermoso, sensual, una pieza de museo, una
joya de artesanía que, con todo, cambiaría sin pensar por mi viejo cello. Dolor
nuevamente. Haberlo perdido de aquella manera. Tener que entregarlo, que
venderlo para pagar un viaje, una nueva vida, unas caras lecciones en un país
lejano. Mil veces intenté recobrarlo, mil veces su propietario se negó a vendérmelo.
Cada vez que llamé a sus abogados, cada vez que insistí con ellos, recibí un no
por respuesta. Rabia, la rabia de sentir que el idiota que lo poseía no era quizás
más que un amante de la colección, que deseaba tener el cello de alguien
conocido.
Primero me desnudo, y luego me visto con mi
ropa de escena, con un largo y amplio traje negro y, como siempre, dejo que la
seda acaricie mi cuerpo como un rito y que nada más que ese vestido acaricie mi
piel. Suspiro, no se por qué, pero siento el deseo de ofrecer, de dar; acaricio con mis manos dos
pinzas que él me regaló en forma de joyas de plata, con unas lagrimas pesadas que
caen, y las coloco en los labios de mi coño rasurado. Deseo sentir dolor,
placer, para poder sacar del cello todo lo que llevo en el alma.
La luz se desvanece lentamente en el centro
del escenario, mis ojos cerrados detrás del cello, siempre cerrados mientras
toco. Las notas que suenan y atraviesan el aire. El recuerdo de sus palabras que
se cruzan en mi mente y juegan con las notas.
—Tú serás mi cello —me dijo un día—. Sacaré
de ti cada nota, cada gemido, cada suspiro entre mis piernas, como el cello
entre las tuyas; serás mi vivo instrumento, mi fuente de placer, llorarás de
placer, de dolor, de angustia, sentirás y me harás sentir.
Mi mente está en blanco mientras toco, los
labios de mi coño ardiente con las joyas que cuelgan de de ellos, mis manos
llenas de vida mientras dan vida a la música de Bach. Mi mente está lejos, en
otro tiempo, en la misma ciudad.
En mi cuello llevaba una cinta negra, mis
ojos vendados con un pañuelo de seda, mi cuerpo desnudo mientras tocaba el
cello. Él siempre esperaba a oír en la calle los gemidos, las notas hirientes
que lo llamaban y deseaban. Después entraba y se sentaba para verme, para
escuchar mi música, y esperaba para hacer después de mí el más hermoso de los cellos.
Ahora los aplausos, los gritos, y yo
saliendo del escenario y entrando de nuevo a saludar, cuando en realidad todo
lo que deseo es estar sola y huir, volver a casa, a la vieja casa, echarme en
la cama y llorar, y tocarme, y sentir placer en lugar de hacer el paripé, atender
a todos, recibir las flores antes de poder huir hacia casa, cansada y melancólica.
Salgo del teatro, huyo de la gente que solo quiere estar a mi lado, le doy al
taxista la dirección de mi vieja casa, tanto tiempo abandonada, y tiemblo
mientras el coche pasa por calles conocidas hasta pararse delante del portal.
Abro con miedo la puerta de esa casa a la
que no he vuelto desde hace años, todo está igual, los mismos muebles, las mismas
cosas. Entró en la sala y me quedo inmóvil. Mi viejo cello está en el centro de
la sala desnuda, a su lado una silla y sobre ella un pañuelo, una negra cinta
de seda y un sobre cerrado, sin nada escrito por fuera, que abro apresuradamente,
rasgando el papel, muerta de ganas de leer lo que hay dentro.
«No tendría que haberme negado tanto tiempo a
venderte el cello. Lo compré como una ofrenda, para tener un hermoso recuerdo.
Sabía que no aceptarías mi dinero, que necesitabas partir para crecer como
música y que la única forma era romper el lazo que te unía a mi voluntad. Muchas
veces coloqué este cello en medio de la sala y escuché uno de tus discos,
recordándote a ti y recordando a Clara. Pero ahora nada de eso importa, esa
sensación de culpa por no haber aceptado tus propuestas de comprar de nuevo el
cello se ha ido. No podía permitir que supieses que era yo quien lo había comprado
hasta que volvieses a la ciudad. ¿Recuerdas? “No volveré a esta ciudad si no
es para ser tuya”, me dijiste y ahora has vuelto, tu camino ha pasado de nuevo
por esta ciudad.
Por eso
hoy te escuchado en el teatro. Por eso no esperé al acabar el concierto y vine rápido.
Por eso estoy ahora sentado en el banco que está debajo del viejo chopo y
espero allí, mientras noto la niebla fresca en la cara, el momento en que
sienta de nuevo la música y poder entonces entrar y volver a tocar mi cello.»
Lloré, tengo que confesar que lloré, lo
demás ya lo sabe mi Señor, lo demás lo ha visto al entrar: una dama entregada,
su perra, mi cuerpo desnudo y pinzado, que siente el dolor y el placer de esperar
mientras toco, hasta que mi señor decida que es el momento de usar su cello.
Alba saboreó
cada una de las palabras, deseó sentir todas esas cosas y, al recordar el breve
roce de los labios de Rosa en la comisura de los suyos, se sorprendió al
descubrir que la deseaba también a ella. Pero, sobre todo, supo en este mismo
instante que ahora deseaba más, necesitaba más.
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