viernes, 15 de marzo de 2013

VI Capítulo de Caminos de sumisión



Al día siguiente Alba se despertó temprano, excitada, como si aquel orgasmo no hubiese sido suficiente para saciar todos aquellos orgasmos anteriormente contenidos. Remoloneó un rato en la cama y después se levantó para preparar el desayuno.
El señor le había dicho que no los molestase hasta las diez y que entonces sirviera el desayuno en el jardín. No hizo falta avisarlos, los dos bajaron puntuales. Él con pantalón y camisa, ella con un vestido por encima de la rodilla. Estuvieron un rato hablando mientras desayunaban en el jardín. Después dieron un paseo entre los rosales, mientras Alba recogía la mesa.
A las doce Alba fue a buscar las maletas. El señor estaba en el porche, hablaba con Rosa y le susurraba algo al oído. Ella tenía las manos en la espalda, no de forma muy acentuada, y sus labios estaban húmedos, sin poder evitar mordisquear el labio inferior a cada momento.
Él tomó el cello y lo llevó hasta el coche. Ella mientras tanto se acercó a Alba para despedirse, dándole dos besos muy, muy cerca de los labios y casi inmediatamente le susurró al oído.
—Ha sido un placer, Alba. Espero que tengamos oportunidad de conocernos mejor en otro momento y que puedas escuchar mi música, como ayer, pero delante de mí... Será nuestro pequeño secreto...
Después de decirlo la miró brevemente, le hizo un guiño pícaro y le sonrió.
—Tienes aquí mi tarjeta, si alguna vez vas por mi ciudad estaré encantada de enseñarte, cosas…
Alba se quedó parada, sin saber qué decir e intentó asimilar las palabras de Rosa. De inmediato se dio cuenta de que sonreía, esa mujer tenía la virtud de hacerla sonreír.
—Gracias, señora, es muy amable conmigo.
El coche partió en dirección al aeropuerto y ella se quedó sola en casa. En cierto modo tenía tanta vergüenza y miedo por que la hubiese descubierto, como una sensación de libertad al saber que alguien más sabía lo que sentía. Por un lado le aterraba que ella se lo contase a él, por otro se moría de ganas de que él conociera todos sus deseos. Sin darse cuenta se había enamorado de aquel hombre que no parecía hacerle mucho caso y también de su mundo, ese mundo de dominación y de sumisión, que había penetrado tan dentro de su mente. Entonces sintió la necesidad de saber más de Rosa, miró la tarjeta, se sorprendió al ver que vivía en la misma ciudad en la que ella había crecido, y reconoció la letra. Era la misma letra de la carta de la llegada de Clara y también de una de las cartas que aun no había leído.
Subió rápidamente al desván, no podía esperar a que él volviese del aeropuerto, buscó apresuradamente esa carta y comenzó a leer.
Quince minutos. La voz sonó en la puerta entreabierta. La cara de la chica la miró fugazmente, sentada ante el espejo, con los ojos cerrados y una melancólica sonrisa, mientras acariciaba melosa su cello. Quince minutos. Cuántas veces escuché esas palabras en teatros de todo el mundo, cuántas veces sentí en mi vientre los nervios antes de salir y enfrentarme a miles de ojos curiosos y anhelantes. Y sin embargo este día no era como otros. Largos años rechacé volver a tocar en esta ciudad, largos años huyendo de ella. Mi mente no está en el camerino. Mis pensamientos están muy lejos. Mis ojos entonces también estaban cerrados…
Yo tenía los ojos vendados y el cuerpo desnudo, estaba sentada en un pequeño taburete, entre mis piernas expuestas y abiertas, el cello, como un sonoro amante, unas pinzas lacerantes en los pezones, y gemidos de placer que salían de la madera y de las cuerdas. Él siempre sentado en el sofá, mirando, escuchando, disfrutando de verme, mientras bebía una copa de vino.
Haz gemir al cello, dale vida, que su sonido sea lamento, placer, excitación, que su canto limpie el aire de esta sala.
Sonrió al recordar como se había sentido al día siguiente, los pezones doloridos, el cuerpo excitado, las nalgas aún resentidas, la manera en que tocó su viejo y querido cello en la clase de música, sacándole por vez primera sonidos que de él nunca habían salido. Sí, recordaba la cara de sorpresa del viejo profesor, la admiración, la fuerza que nacía de su interior.
Dolía, dolía recordar todo esto, tan lejano y tan cercano.
Cinco minutos. La voz viva y joven me hizo entreabrir los ojos y mirar el cello. Hermoso, sensual, una pieza de museo, una joya de artesanía que, con todo, cambiaría sin pensar por mi viejo cello. Dolor nuevamente. Haberlo perdido de aquella manera. Tener que entregarlo, que venderlo para pagar un viaje, una nueva vida, unas caras lecciones en un país lejano. Mil veces intenté recobrarlo, mil veces su propietario se negó a vendérmelo. Cada vez que llamé a sus abogados, cada vez que insistí con ellos, recibí un no por respuesta. Rabia, la rabia de sentir que el idiota que lo poseía no era quizás más que un amante de la colección, que deseaba tener el cello de alguien conocido.
Primero me desnudo, y luego me visto con mi ropa de escena, con un largo y amplio traje negro y, como siempre, dejo que la seda acaricie mi cuerpo como un rito y que nada más que ese vestido acaricie mi piel. Suspiro, no se por qué, pero siento el deseo de  ofrecer, de dar; acaricio con mis manos dos pinzas que él me regaló en forma de joyas de plata, con unas lagrimas pesadas que caen, y las coloco en los labios de mi coño rasurado. Deseo sentir dolor, placer, para poder sacar del cello todo lo que llevo en el alma.
La luz se desvanece lentamente en el centro del escenario, mis ojos cerrados detrás del cello, siempre cerrados mientras toco. Las notas que suenan y atraviesan el aire. El recuerdo de sus palabras que se cruzan en mi mente y juegan con las notas.
Tú serás mi cello —me dijo un día—. Sacaré de ti cada nota, cada gemido, cada suspiro entre mis piernas, como el cello entre las tuyas; serás mi vivo instrumento, mi fuente de placer, llorarás de placer, de dolor, de angustia, sentirás y me harás sentir.
Mi mente está en blanco mientras toco, los labios de mi coño ardiente con las joyas que cuelgan de de ellos, mis manos llenas de vida mientras dan vida a la música de Bach. Mi mente está lejos, en otro tiempo, en la misma ciudad.
En mi cuello llevaba una cinta negra, mis ojos vendados con un pañuelo de seda, mi cuerpo desnudo mientras tocaba el cello. Él siempre esperaba a oír en la calle los gemidos, las notas hirientes que lo llamaban y deseaban. Después entraba y se sentaba para verme, para escuchar mi música, y esperaba para hacer después de mí el más hermoso de los cellos.
Ahora los aplausos, los gritos, y yo saliendo del escenario y entrando de nuevo a saludar, cuando en realidad todo lo que deseo es estar sola y huir, volver a casa, a la vieja casa, echarme en la cama y llorar, y tocarme, y sentir placer en lugar de hacer el paripé, atender a todos, recibir las flores antes de poder huir hacia casa, cansada y melancólica. Salgo del teatro, huyo de la gente que solo quiere estar a mi lado, le doy al taxista la dirección de mi vieja casa, tanto tiempo abandonada, y tiemblo mientras el coche pasa por calles conocidas hasta pararse delante del portal.
Abro con miedo la puerta de esa casa a la que no he vuelto desde hace años, todo está igual, los mismos muebles, las mismas cosas. Entró en la sala y me quedo inmóvil. Mi viejo cello está en el centro de la sala desnuda, a su lado una silla y sobre ella un pañuelo, una negra cinta de seda y un sobre cerrado, sin nada escrito por fuera, que abro apresuradamente, rasgando el papel, muerta de ganas de leer lo que hay dentro.
«No tendría que haberme negado tanto tiempo a venderte el cello. Lo compré como una ofrenda, para tener un hermoso recuerdo. Sabía que no aceptarías mi dinero, que necesitabas partir para crecer como música y que la única forma era romper el lazo que te unía a mi voluntad. Muchas veces coloqué este cello en medio de la sala y escuché uno de tus discos, recordándote a ti y recordando a Clara. Pero ahora nada de eso importa, esa sensación de culpa por no haber aceptado tus propuestas de comprar de nuevo el cello se ha ido. No podía permitir que supieses que era yo quien lo había comprado hasta que volvieses a la ciudad. ¿Recuerdas?  “No volveré a esta ciudad si no es para ser tuya”, me dijiste y ahora has vuelto, tu camino ha pasado de nuevo por esta ciudad.
 Por eso hoy te escuchado en el teatro. Por eso no esperé al acabar el concierto y vine rápido. Por eso estoy ahora sentado en el banco que está debajo del viejo chopo y espero allí, mientras noto la niebla fresca en la cara, el momento en que sienta de nuevo la música y poder entonces entrar y volver a tocar mi cello.»
Lloré, tengo que confesar que lloré, lo demás ya lo sabe mi Señor, lo demás lo ha visto al entrar: una dama entregada, su perra, mi cuerpo desnudo y pinzado, que siente el dolor y el placer de esperar mientras toco, hasta que mi señor decida que es el momento de usar su cello.
Alba saboreó cada una de las palabras, deseó sentir todas esas cosas y, al recordar el breve roce de los labios de Rosa en la comisura de los suyos, se sorprendió al descubrir que la deseaba también a ella. Pero, sobre todo, supo en este mismo instante que ahora deseaba más, necesitaba más.


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