I
Subió por las escaleras que
llevaban al desván. Cada primavera era necesario bajar la ropa de verano y
guardar allí, bien protegida en los viejos armarios y baúles, la ropa de
invierno. Alba llevaba ya algunos meses en la casa, tenía treinta años y había
llegado a aquel viejo caserón por casualidad. Habían pasado ya dos años desde
la ruptura con su marido y todavía tenía en la cabeza los largos meses de
peleas, de pequeñas mezquindades, de un divorcio traumático, de un ambiente
irrespirable que le hizo plantearse salir de la ciudad.
En la
oficina de empleo le habían sugerido, casi como última alternativa, un trabajo
de criada en un pueblo lejano. Nada más que escuchó la oferta decidió que tenía
que aceptarla. Aunque el sueldo no era muy alto estaba claro que podría ahorrar
algo. Pero lo cierto es que el motivo que la llevó a dejar su casa y a vender o
regalar aquellas cosas que había acumulado y que después descubriría que en
realidad no necesitaba fue, sobre todo, la idea de vivir lejos de su mundo,
lejos de los malos recuerdos. Deseaba, necesitaba una nueva vida, aunque fuese
apenas durante un corto período, un tiempo para pensar que le permitiría
comenzar de nuevo. La idea de una vida sencilla, alejada de todo aquello que
hacía que por momentos no pudiese respirar, de una paz interior que deseaba por
encima de todo, hizo que sonriese por primera vez en mucho tiempo.
Al
principio le costó un poco acostumbrarse a las excentricidades del señor. Un
hombre maduro y profundamente reservado que vivía solo en un caserón rodeado
por un gran jardín, separado del resto del mundo por altos muros. Apenas
viajaba, si bien parecía no estar desconectado del mundo, tenía ordenador, el
teléfono sonaba a menudo y las visitas llegaban, misteriosas, de cuando en
cuando. Se acostumbró a no preguntar nada y comenzó a disfrutar de una vida
tranquila. Al fin y al cabo era aquello que más había deseado.
La casa
entera estaba a su disposición. Es cierto que al principio le costó
acostumbrarse a llevar un traje de criada, pero la verdad es que el respeto y
la seriedad del señor le habían hecho olvidarse de ese tema. Si se le habían
pasado por la cabeza preocupaciones sobre las posibles intenciones de un hombre
que vivía en soledad y contrataba a una mujer joven, lo cierto es que las olvidó
con el correr de los días.
Su vida
pasaba tranquila, sus tareas eran las de atender la casa, cocinar e ir a buscar
o encargar las provisiones en el pueblo, que se encontraba a apenas dos kilómetros
de la casa. El resto del tiempo lo ocupaba leyendo en la gran biblioteca o en
la terraza acristalada que incluso en el invierno se calentaba con los rayos
del sol.
Se
había acostumbrado también a cultivar flores en el invernadero, e incluso le
atrajo la idea de plantar algunas cosas en una huerta. Cuando se lo preguntó al
señor, este le dijo que podía usar el terreno como desease e incluso le dio
algunos consejos y le recomendó una serie de libros sobre el tema.
Daba
largos paseos por los caminos que atravesaban campos sembrados y que unían la
casa con la aldea. Intentaba pasar el menor tiempo posible en el pueblo, sabía
que allí murmuraban de su relación con el señor, pero como nadie se atrevía a
decir nada en su presencia, no le importaba nada, se sentía bien.
Aquel
día subió la ropa al desván y la metió en los armarios. Le gustaba el desván
con sus viejas y centenarias vigas de castaño. Siempre le habían gustado aquellos
sitios misteriosos en los que se podía sentir el aliento del pasado. A veces,
cuando acababa con las tareas, subía y se sentaba a meditar, iluminada por los
rayos de luz que rompían la oscuridad del desván desde unas pequeñas ventanas
que daban al jardín. Era un buen sitio para pensar y para disfrutar de mirar
los objetos allí olvidados desde hacía mucho tiempo.
Ese
día, sin ningún motivo, empezó a curiosear por el desván. En el fondo, al lado
de una ventana, había una vieja arca de madera de roble con herrajes en forma
de figuras de animales. Esa gran arca siempre le había llamado la atención pero
no le había dado más importancia.
Esta vez
se acercó, miró la gran llave de hierro puesta en la cerradura, y no pudo
resistir la tentación de girarla y levantar la tapa del arcón. Nada del otro
mundo, algunas fotografías enmarcadas con personas vestidas de gala, dos o tres
libros, unas mantas y un estuche negro, largo y ancho con algunos centímetros
de espesor. Levantó el estuche y lo dejó en equilibrio sobre la esquina del
arca, para ver lo que había debajo. Algunos periódicos con más de diez años,
cintas de cuero fino cuidadosamente enrolladas y un mazo de cartas atadas con
una cinta de raso negro.
Sin
desatar la cinta intentó pasar, una a una, las cartas. La letra de los sobres
era claramente femenina, aunque juraría que correspondía a más de una mujer.
Sintió
la tentación de querer leer las cartas, entonces observó que uno de los sobres
estaba rasgado y se podía leer parte de su contenido.
Soy su esclava, mi Señor, su
perra, su puta en celo. Mi corazón, mi cuerpo, mi mente son suyos, castígueme o
úseme para su placer cuando quiera.
El
párrafo seguía en el reverso de la carta. Hizo fuerza para desatar la cinta y
con el breve impulso hizo caer al suelo el estuche que antes había apoyado en
la esquina del arcón. Se quedó inmóvil al sentir el ruido del golpe contra el
suelo. Esperó unos segundos. No, no parecía que él hubiese escuchado nada, las
paredes de piedra eran anchas y supuso que a esa hora estaría durmiendo la siesta.
Recogió
entonces el estuche y vio, alarmada, que se había roto el lacre con el que
habían sellado la cerradura. Tuvo miedo, pero abrió el estuche. En su interior
había una fusta negra, con una lengüeta ancha y flexible y una empuñadura de
cuero con un símbolo grabado. También había un antifaz negro, como aquellos que
había visto en algunas fotografías de mujeres en bailes de carnaval.
Se
quedó pensativa, mientras asociaba ideas. Después decidió ponerse el antifaz y
mirarse al espejo del armario que tenía enfrente. Se veía rara, bajó sus ojos y
nuevamente volvió a mirarse, abrió entonces la carta en la que estaban aquellas
palabras que la habían intrigado y siguió leyendo:
Soy suya, siempre lo he sido y lo
seré, he nacido para servirle, no le conocía y aun así le buscaba en mi
interior. Sus besos, sus caricias, sus azotes, el dolor y el placer que me hace
sentir no son comparables con la felicidad que me da el estar a su lado, aunque
sea en breves momentos.
Ella,
se quedó pensativa, imaginó lo que sería sentir esa fusta, la acarició
suavemente, notó con sorpresa su excitación, la humedad en su sexo, el deseo de
seguir leyendo y de seguir sintiendo lo que sentía en esos momentos.
La
campanilla la sacó del trance, el señor la llamaba. Cerró el estuche al
instante, guardó el antifaz a su lado, metió deprisa las cartas en el arca y
bajó las escaleras con rapidez, al tiempo que deseaba volver más tarde para
descubrir los secretos que había dentro de aquellos sobres.
Transcurrieron
varios días hasta que cobró el valor necesario para volver a abrir aquel viejo
arcón. Durante esos días había mirado con curiosidad al señor, había intentado descubrir
en aquella figura amable y educada una mano capaz de blandir una fusta y
hacerla sonar sobre la piel de una mujer. Se descubrió varias veces mirando
esas manos e imaginó como abrazarían aquellos dedos el cuero. Se sorprendió porque
sentía vergüenza por lo que había hecho, y excitación también, por lo que había
leído y por lo que podría estar escrito en aquellas cartas.
Ese día
el sol parecía haberse escondido entre las montañas y una lluvia pertinaz
quería saludar a la primavera. Hacía frío. Alba subió al desván y buscó una
manta en un armario. Después se aproximó a la cerradura que escondía el objeto
de sus deseos, abrió la que podría ser su particular caja de Pandora y,
envuelva en la manta, sentada en el suelo y apoyada en una esquina del desván,
protegida del mundo, comenzó a ordenar las cartas por fecha.
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