Con el cuarto capítulo de Caminos de sumisión, que ahora os presento, creo que ya podréis tener una imagen del libro y ver si os interesa adquirirlo. Espero que lo disfrutéis.
IV
En
el salón, de noche, acompañado por el crepitar de las brasas en la chimenea,
pasa lentamente las hojas de un libro. Alba duerme, o quizás se entrega a otras
pasiones, prisionera entre las sábanas de su cama. El manuscrito que reposa en
sus piernas es grande, encuadernado en cuero y repujado por artesanos
increíblemente hábiles en su oficio. Solo su aspecto denota una antigüedad
considerable. El cuero está remachado por una decoración metálica en forma de
serpiente que se enrosca sobre trisqueles, y se complica, cada vez más, hasta
dar la vuelta al libro de modo que el cuerpo de la serpiente se une y forma un
cierre con forma de cabeza de dragón.
La imagen que observa en una de las páginas del
libro muestra a una mujer con el pecho recostado sobre una gran mesa de
comedor, desnuda a excepción de unas sandalias. Un hombre la folla al tiempo
que agarra sus caderas con fuerza. Él recuerda, y las imágenes que hay en su
mente se mezclan con la escena que tiene delante de los ojos.
Mientras tanto, en la cama, Alba lee otra carta. Está
escrita con la letra de otra mujer y parece describir una escena en la que los
protagonistas eran Clara y su Señor.
Recuerdo la
primera vez que vi a Clara, cómo llegó hasta la casa del Señor, sin conocerlo
personalmente aunque conociéndolo más que a nadie después de haber hablado
tanto. Yo estaba en el piso de arriba, y miraba por la ventana.
Llegó vestida
con un vestido azul, de seda, que se abría de arriba abajo, con botones
plateados. No era muy corto, el dobladillo de la falda tocaba apenas las
rodillas y el escote era redondo, sin mangas. Su maquillaje era muy natural, y
llevaba el pelo suelto, con los rizos cayendo sobre los hombros. Iba calzada
con unas sandalias de tacón alto, azules también. No llevaba ropa interior, no
la iba a necesitar. Todo su cuerpo podía sentir el roce de la seda; los pechos,
las nalgas y el pubis afeitado sentían su caricia mientras caminaba hacia la
puerta de la casa. Una puerta grande, de madera, con un pomo dorado, que se
abrió suavemente al empujarla, como si le diera la bienvenida en silencio.
Después, un pequeño cuarto donde no había nada más que una percha. Supo
instintivamente qué hacía allí la percha, supo que tenía que dejar allí la ropa
porque al otro lado tenía que pasar desnuda. Se quitó el vestido y lo colgó con
cuidado. No tenía prisa, sabía que sería
lo que tuviera que ser, y se abandonó ya de entrada, entregándose y dejándose
llevar antes de que nadie se lo exigiera. Estaba desnuda a excepción de las
sandalias, y atravesó la puerta que separa la pequeña cámara del resto de la
casa.
Era una casa
vieja y grande, de paredes gruesas, con una sala enorme dividida por un gran
arco en medio. Había pocos muebles, todos ellos antiguos y de aspecto pesado,
una mesa grande, rectangular, dos sillas de las que antiguamente se utilizaban
para parir, un aparador, y una banqueta. Las tres paredes del fondo, al otro
lado del arco, estaban cubiertas con pesadas cortinas de terciopelo ocre,
aunque la de la izquierda dejaba entrever el pie de una escalera.
No había
nadie en la habitación pero pronto sintió ruido de pasos y voces en el piso de
arriba, y pudo notar como alguien bajaba por la escalera. Se quedó inmóvil en
el centro de la habitación, bajo el arco, esperando que el hombre llegase al
piso de abajo. Sabía que era un hombre, al fin y al cabo eso era lo que había
venido a buscar en este sitio.
Recuerdo el
sonido de los zapatos del Señor mientras bajaba las escaleras, mientras yo
atisbaba por un agujero y veía el cuerpo desnudo de Clara bajo el arco, con las
manos en los riñones, la cabeza baja, un cuerpo que temblaba ligeramente,
quizás por el aire fresco de la sala o quizás por los nervios y el deseo. Su
cuerpo era hermoso, los largos rizos sobre los hombros y los pechos en forma de
pera con los pezones duros. Una mujer con curvas, nada de un esqueleto andante,
nalgas redondas con un culo respingón, como de mulata. Un culo precioso para
azotar.
Se acercó
hasta ella, y notó el calor que salía de su piel y su perfume, suave, delicado.
—Veo que has
sido obediente, —le dijo, mientras acariciaba su sexo depilado.
Primero rozó
su clítoris y después, al sentir la humedad, se adentró en su sexo y jugó un
rato con él, hasta que comenzó a rozar toda su piel y a pellizcar suavemente
sus pezones hasta conseguir que emitiese los primeros y suaves gemidos.
—Me encanta
escucharte gemir putita. Dime, ¿a qué has venido?
—A que me use, a
darle placer, a entregarme.
— ¿Deseas que te
enseñe, Clara?
—Sí..., sí mi
Señor, lo deseo… por favor.
— ¿Por favor
qué, Clara?
—Por favor,
Señor, enséñeme a ser una buena sumisa, a ser su sumisa.
—A eso, Clara,
se le llama domar, como a una perra. ¿Deseas que te dome, Clara?
—Sí, mi Señor.
Al decir
estas palabras Clara enrojeció, sintió todo su cuerpo abierto, se sintió
completamente humillada y excitada.
—Sabes que serás
azotada, ¿verdad, Clara? Que cada parte de tu cuerpo será mío y que te
castigaré y te premiaré según lo crea conveniente…
—Lo sé, Señor,
lo entiendo, y espero que no tenga que castigarme.
—No, Clara,
estoy seguro de que tendré que castigarte y disfrutaré tanto de hacerlo y de
corregirte como de follarte. Eres como una madera que necesita ser tallada, y
la talla a veces necesita delicadeza y a menudo golpes secos y violentos.
Hubo una
pausa mientras él daba vueltas lentamente alrededor de Clara.
—Pon tu pecho
sobre esa mesa, Clara.
Ella avanzó
unos pasos y se puso delante de la mesa, apoyó su pecho y su vientre sobre
ella, volviendo a poner sus manos cruzadas a la altura de los riñones.
—Las piernas más
abiertas.
Ella abrió
las piernas tanto como pudo, sintiéndose ofrecida, deseando que él tomase
posesión de su coño.
Fue entonces
cuando comenzaron los azotes, primero con la mano, fuertes y espaciados,
mientras le explicaba que quería que notase, entre azote y azote, el arder de
su piel, y que quería que al sentirlo ofreciese aún más las nalgas a esos
azotes. Hizo que ella contara en voz alta, uno a uno, los azotes y que se los
agradeciera a continuación, también uno a uno. Luego los azotes fueron más
seguidos que con la mano, con una pala de cuero ancha, dura y flexible, y los
agradecimientos y los gemidos se confundían con el sonido de los azotes y con
la voz de su Amo que le ordenaba y le exigía que levantase el culo para él.
Al final notó
las manos de su Dueño que acariciaron sus nalgas enrojecidas, marcadas por la
pala, mientras le decía lo mucho que le gustaba ver esa piel y ese coño
encharcado.
—Porque sí,
perra, tu coño de niña buena chorrea y pide polla, ¿no notas como entran mis
dedos en él? Sí, creo que podría meterte la mano entera y follarte con ella.
Clara no
podía hablar, solo podía sentir. Lo que sentía era más de lo que nunca había
esperado. Aquella voz la dominaba, su cuerpo estaba atado a la mesa sin
ligaduras, solo con la voluntad y las palabras de aquel hombre que abría su
coño y jugaba con los dedos en ese culo que pocas veces había sido follado.
—Por favor…
— ¿Por favor
qué, Clara?
—Por favor
Señor, fólleme, llene mi coño.
—Sabes, Clara,
—le dijo mientras pellizcaba su clítoris— te voy a enseñar a recitar, y no vas
a parar de recitar tu mantra, y mientras lo hagas puede que te folle. Y ahora,
repite conmigo: “Soy su perra, soy su puta, soy su zorra, soy su esclava, soy
su coño encharcado…”
Mientras ella
recitaba esas palabras, una y otra vez, con esfuerzo, entre jadeos, notó por
vez primera como la polla de su Dueño la penetraba despacio y empezaba a
moverse dentro de su coño. Él estuvo así, follándola lentamente, durante un
buen rato. Entonces Clara se sorprendió a si misma diciendo:
—Fólleme para su
placer Señor, pase de mí, fólleme con fuerza.
Él la hizo
callar con un azote en las nalgas.
— ¿De verdad
crees que no lo estoy haciendo, zorra? Yo decido cómo te follo, yo decido
cuándo te follo, y creo recordar que no te he dado orden de dejar de recitar.
Siguió
follándola, a veces despacio, a veces de forma violenta, hasta que estalló
dentro de ella, y la llenó de semen mientras disfrutaba de los gemidos de
Clara.
Entonces hizo
que se diese la vuelta y que se arrodillase para lamer y limpiar su polla, puso
un collar en su cuello y la hizo incorporarse tirando de la argolla del collar
hasta situarla al lado de una silla. Levantó el asiento de la silla. Era una de
esas sillas que se utilizaban antiguamente para que las mujeres pariesen
sentadas. En el asiento había un espacio abierto que, evidentemente, él pensaba
utilizar para otros objetivos diferentes del de su diseño original. Hizo que
Clara se sentase en la silla, con su coño sobre aquel agujero, ató sus pies a
los pies de la silla y sus manos a los reposabrazos. Entonces le colocó unas
ventosas en los pezones y la hizo gemir, mientras miraba sus pechos y notaba
como esas ventosas comenzaban a vibrar y succionaban sus pezones. Después
adornó los labios de su coño con unas pinzas y colgó de ellas unas pequeñas
pesas que, a pesar de su reducido tamaño, bastaban para estirarlos y dejar a la
vista su clítoris hinchado y excitado. Luego puso otra ventosa en su clítoris y
encendió el botón que la hacía vibrar.
Ella gemía,
estaba caliente, descontrolada, sentía que podría correrse en cualquier
momento. Él la miraba y disfrutaba de lo que veía. Entonces sonrió y colocó en
la boca de Clara una mordaza con una bola de goma, de las que se atan con unas
cintas de cuero en la nuca. Luego, mientras ella respiraba a través de aquella
bola, y dejaba caer pequeños surcos de saliva sobre sus pechos, le habló
despacio.
—Hay algo,
Clara, que tienes que aprender. Tu placer es mío, tú te corres cuando y como yo
digo. Sé que deseas correrte así atada, pero no lo vas a hacer, vas a aguantar
todo lo que puedas, y cuando no puedas más vas a gemir bien alto y vas a mover
esos pechos para mí. Entonces yo decidiré si te concedo o no tener placer.
Fue entonces
cuando alzó la vista y levantó la voz:
—Rosa, deja de
mirar por ese agujero y baja aquí.
Recuerdo lo
caliente que estaba yo mientras bajaba las escaleras, vestida con un vestido
muy corto, sin ropa interior, con unos zapatos de tacón bien alto. Mi pelo
cobrizo recogido en una cola. Me puse al lado del Señor, con la cabeza baja y
las manos en la espalda y esperé.
— ¿Te gusta lo
que ves, Rosa?
—Me encanta
Señor, es una mujer muy hermosa.
Clara no me
quitaba los ojos de encima mientras el Señor acariciaba mis nalgas, desnudas
bajo el vestido. En aquel momento le daba lo mismo cualquier cosa, solo
intentaba controlarse y no estallar sin permiso. Era algo extraño, deseaba
explotar, sentir el orgasmo, pero al mismo tiempo le aterraba la idea de
decepcionarle. Entonces sintió que no podía más y gimió fuerte, haciendo caer
más saliva sobre sus pechos, que movía con fuerza notando los pezones
succionados.
—Rosa, quítale
las ventosas. Primero la del clítoris.
Él observaba
atentamente cada uno de mis gestos.
—Así, pero no lo
toques. Ahora quita la de los pezones y lámelos y mordisquéalos. ¿No ves cómo le gusta? Juega con ellos.
Clara gemía a
través de la mordaza mientras sentía como la sangre volvía a sus pezones y como
mis labios y mis dientes jugaban con ellos.…
—Quítale la
mordaza. Limpia su cara con tu lengua. Bésala.
El Señor
seguía observando a Clara, mientras yo le quitaba la mordaza y la besaba
lentamente.
— ¿Estas
caliente, Clara?
—Sí..., mi
Señor…
—Rosa creo que
Clara se merece unas lamiditas en su clítoris pero cuidado, que no se corra.
Entonces yo
me puse a cuatro patas, me incliné hasta meter la cabeza debajo de la silla y
empecé a lamer aquel clítoris que la ventosa había dejado increíblemente grande
y sensible.
—Y ahora Clara,
tienes que aprender una lección y es la humildad. Rosa te va a lamer mientras
yo diga y después parará de hacerlo y te vas a quedar ahí atada, sin correrte,
el tiempo que yo desee. Te vas a convertir en parte del decorado, como la mesa,
como un armario. Y…, Clara, cuidado con manchar mucho el suelo con lo que está
cayendo de ese coño, porque después vas a tener que limpiarlo con tu lengua.
Clara gemía,
todo su cuerpo estaba descontrolado y cada vez que le resultaba imposible
evitar los espasmos de su vientre.
—Basta ya, Rosa,
¡de rodillas!
Me puse de
rodillas, con las piernas abiertas y las manos colocadas detrás de la nuca,
exactamente como le gustaba verme a mi Señor, como él quería que me viera
Clara.
Él se acercó
a Clara, acarició su clítoris, la hizo gemir, la besó y le dijo:
—Ahora mi putita
va a ser una niña buena y se va a quedar aquí, va a pensar en todo lo que le ha
pasado y va a mantener ese coño mojado para mí. Lo has hecho muy bien y estoy
orgulloso de ti, pero Rosa ha sido muy buena y se merece también un premio, así
que voy a usarla un poco mientras esperas.
Clara no dijo
nada, sentía una profunda humillación al ver como él se marchaba al piso de
arriba conmigo, pero al mismo tiempo sentía una entrega como la que nunca había
sentido. Respiró profundamente, mientras sentía como se movían las pinzas,
balanceándose con los pesos que colgaban de los labios de su coño. Se concentró
en sentir el temblor de reloj acelerado de su clítoris, el dolor placentero de
sus pezones, y pensó que iba a ser un día muy largo, pero que sucediese lo que
sucediese no importaba nada. Estaba donde siempre había deseado estar.
Alba acariciaba su clítoris mientras leía estabas
últimas palabras. Dejó la carta dentro de la mesita de noche y empezó a
pellizcar sus pezones y su clítoris al imaginar lo que se sentiría al estar
como aquella mujer. Se masturbó, lentamente primero y con más fuerza después,
pero cuando estuvo a punto de correrse apartó la mano de su coño. Sintió la
frustración de ese orgasmo impedido, pero al mismo tiempo se percato de lo
caliente que estaba. Fue entonces cuando decidió que esa noche no se correría.
Se echó boca abajo en la cama, desnuda, frotó sus pechos y su coño contra la
cama e imaginó que no podía tener placer porque al Señor no le apetecía que lo
tuviese, y entonces decidió que solo se correría cuando Clara lo hiciese en
otra carta.
Tardó mucho tiempo en dormirse, pero cuando lo hizo
era plenamente consciente de que al día siguiente amanecería encharcada y
caliente.
He llegado hasta aquí a través de la reseña realizada por Paty C. Marín en su blog.
ResponderEliminarY me encanta lo que he leido y lo más importante, quiero leer más!!!
Ya he visto donde conseguirlo.
Un saludo y felicidades por lo hasta ahora leido.
Me alegro de que te haya gustado lo que has leído.
ResponderEliminarEspero que me des tu opinión cuando hayas acabado de leer el libro.
Un saludo cordial
Manuel
Es realmente perfecto. Quiero leer todo... Felicidades
ResponderEliminarMuchas gracias por tus palabras anna{J}
ResponderEliminarUn saludo cordial
Manuel Salcedo